Soy una madrastra. ¡Soy una madrastra!... Lo repito porque aún después de varios años me parece curioso serlo y decirlo. Es que no estaba en mis planes. Y yo soy de esas personas que ha planificado gran parte de su vida, cumpliendo cada una de las metas propuestas. Pero esto no me lo esperaba.
Existen varias razones por las que ser una madrastra me causa algún grado de incomodidad. Primero, me agravia la palabra en español, tan cargada de estereotipos. La madrastra, o la mujer del padre respecto de los hijos llevados por éste al matrimonio, ha sido históricamente un personaje de cuentos infantiles y no precisamente de los trigos limpios. En inglés al menos suena mejor, “step-mother”, haciendo alusión al término “madre”, que finalmente es parte del rol que se pasa a jugar. Debo declarar entonces que me parece injusto escuchar decir “padre es el que cría”. Cuando uno crece con un padre que no es el biológico, muchas veces lo podemos llegar a llamar “papá” o “papi” al menos (como de hecho lo hago yo). ¿Pero y por qué no es así con las mujeres que criamos hijos que no son propios? Al menos sería un premio de consuelo sabernos consideradas casi madres, porque cuesta mucho criar, ahora lo se.
Para qué hablar de lo difícil de los primeros días. Esos encuentros nerviosos con los hijos de tu pareja, en que te examinan con los ojos de la ex. Esa mirada asustada y confundida, de rechazo aún sin conocerte, y en cuyo brillo percibes que internamente hasta es posible que les caigas bien, pero demostrarlo parece ser una traición a su madre, a su verdadera madre, no a esta mujer que se quiere robar al papá. Ahhhh, como olvidar aquellas primeras salidas a tomar una rica once, en que el té más dulce te puede parecer intomable y la torta más deliciosa se atora porfiadamente en tu garganta y no quiere bajar y no te deja hablar.
Uno quisiera pensar que con el tiempo las cosas van a ser más fáciles. Que con lo simpática que uno es (al menos eso me han dicho), los vas a conquistar. Entonces haces planes, inventas estrategias para que vean que han pasado a formar parte de tu familia. Y a ellos parece no importarles. Porque incluso declaran abiertamente que no quieren saber nada de ti y menos aún de tus propios familiares. Y eso duele. Porque ves como aparecen grietas en la imagen de familia que visualizaste años atrás. Pero sigues adelante por amor a tu pareja. Y muchas veces tienes que callar. Porque si algo he aprendido durante estos años de ejercicio, es que en los conflictos entre tu pareja y sus hijos es mejor no entrometerse. A lo más podrás dar tu opinión antes de apagar la luz, en esas conversaciones que organizan el día de mañana o resumen la jornada que recién termina. Ahí, casi en penumbras, casi en silencio.
Digámoslo. Hay días francamente insoportables. Hay días en que uno reza porque pasen volando los años para que ellos abandonen el nido, TU nido. Porque no sólo desordenan el espacio, meten ruido a horas impensables, se comen ese helado especial que compraste para el almuerzo del domingo en casa de tus padres (o cualquier cosa que pillen), sino que además, y para colmo de males, disputan contigo la atención del progenitor, de TU pareja, de SU padre. Te encuentras muchas veces escuchando las historias de colegio de las que no participaste, de los compañeros que no conociste, de las vacaciones que no compartiste con ellos. Y justo eso pasa durante un almuerzo de fin de semana que se supone sea agradable. Nice.
Y en eso estás, a veces incluso pensando en cómo fue que llegaste a involucrarte con una persona con hijos, cuando como por obra de magia pasa algo inesperado. Son pasadas las 3 de la madrugada de un jueves cualquiera y siento que mi hijastro grita desaforadamente. Casi como un zombie me levanto de la cama, sin entender lo que sucede y a tientas en la oscuridad salgo de mi habitación a su encuentro. Mi pareja completamente dormido apenas abre los ojos sin entender lo que pasa. “Caro, Caro, te están robando tu auto”, escucho que me dice, sin poder entender las palabras. Y veo como este niño-joven sale a enfrentar a los ladrones que habían quebrado un vidrio de mi auto, los que al escuchar su vozarrón salen corriendo despavoridos. Entonces una extraña ternura me invade y en vez de preocuparme por el auto, intento evitar a toda costa que él salga de la casa, pidiéndole por favor que no lo haga, tomándolo de un brazo, mirando desde mi metro casi apenas sesenta a esos ojos que no me miran por sobre el metro noventa, porque quiere salir corriendo, él, mi step-son, según veo yo a defender a la manada, de la que… parece que formo parte… al menos por esta vez…
Ser madrastra es como vivir en una montaña rusa. Esa es la parte buena de este cuento, MI cuento.